Texto por Alberto F

La publicidad es una forma de comunicación comercial que comparte un aspecto básico con el graffiti: la presencia visual en el escenario urbano. Es divertido pensar que el objetivo del escritor de graffiti no es otro que «publicitar» su nombre, de la misma forma que la publicidad utiliza el «bombardeo» visual para llegar al público. En consecuencia, las superficies concretas que utilizan tanto el graffiti como la publicidad suelen coincidir, desarrollándose en ellas una involuntaria competitividad; escritores que pintan en vallas publicitarias, carteles que se superponen a las pintadas, vagones de metro y trenes decorados con anuncios…

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No tan divertida es la irónica realidad. Tanto graffiti como publicidad constituyen una invasión visual idéntica que puede resultar incómoda o pesada en ambos casos, pero que son analizados socialmente con un juicio ético completamente opuesto. Mientras que el graffiti es perseguido y condenado, la publicidad forma parte del decoro público y su aceptación social es automática.

Cierto es que la publicidad aparece gracias a un acuerdo económico que legitima su presencia, es decir, el propietario de la superficie recibe un «soborno» para cambiar el aspecto de la superficie. Es precisamente el supuesto acuerdo lo que genera la tolerancia social.

En el caso del graffiti, su presencia no incluye un acuerdo de ningún tipo, por lo que la supuesta intolerancia del propietario contagia una especie de indignación colectiva, alentada a su vez por la etiqueta de «ilegalidad», que tanto escandaliza a muchos ciudadanos y maximizan los medios de comunicación. Sin embargo, en ninguno de los dos casos existe una valoración objetiva que pueda diferenciar cuál de las dos invasiones visuales es más dañina para el ciudadano, dejando al margen los prejuicios habituales que relacionan graffiti con delincuencia. Cabe decir al respecto que no podemos olvidar el hecho de que la publicidad pretende influir en el espectador mientras que el graffiti no persigue un fin comercial.

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Para rematar la ironía del tema, es sorprendente ver la facilidad con que las campañas publicitarias invaden superficies utilizadas también por los escritores de graffiti (metros y trenes), contrastando con la facilidad que tienen las mismas compañías de transporte a la hora de denunciar los cambios estéticos que produce el graffiti. Más irrisorio es si cabe cuando el anuncio es similar estéticamente a  las manifestaciones del graffiti, como es el caso de los FGC, o las campañas que directamente presentan un diseño sucio, como la campaña de Converse que hasta hace poco adornaba los metros de Barcelona con manchas de pintura. Teniendo en cuenta estos antecedentes ¿con qué argumentos se puede condenar la presencia del graffiti por su daño visual? Como de costumbre, parece ser que se trata simplemente de una cuestión de dinero.

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